lunes, 12 de agosto de 2013

Yo puteo, él putea.


                                        Por Mr. Blue

Quienes vivimos en Capital, la mayoría, vivimos a mil por hora, inmersos en quejas y prejuzgaciones, y muchas de ellas se potencian en los medios de transporte. Dicho de una manera simple, nos gusta insultar. Insultamos a las viejas que tardan su edad en meter las monedas en la expendedora de boletos, al colectivero por quebrar su ley y poner música latina a un volumen denigrante, a la embarazada que se subió dos minutos después de que nos sentáramos, al dormilón desagradable que te tatúa su baba en el hombro, al quejoso promedio que uffea durante todo el viaje porque no salió más temprano que de costumbre, al joven molesto de mochila carrito que mientras espera por su asiento comenta lo que (no) hizo en clase, a los adolescentes que miran maduras por la ventana con el pito parado y haciendo mímica de temas de Tan Bionica como si estuvieran tarareando algo de Megadeth, etc.
Bueno, el sábado, o mejor digamos, el domingo a la madrugada, a ese circo de colectivo que tanto detesto, pasé a extrañarlo. Me encontraba de pie junto a Mrs. Pink en una cuadra peligrosa a un horario peligroso en un día peligroso, como es el electoral. Mientas bailábamos en la parada intentando disimular nuestro miedo a morir, las grados descendían hasta la B Metropolitana. Y nos cuestionábamos el juzgar. 

- Mirá, allá a lo lejos se ve alguien raro 
- ¿Por qué raro? ¿Le falta una pierna? 
- Dije raro, no deforme
- ¿Y no puede caminar por esta zona a las cuatro de la madrugada?
- NO. No puede. Caminemos en otra dirección. 

Luego de alejarnos cinco cuadras de una persona que ni siquiera logramos visualizar, y que bien podía haber sido un superheroe que venía a rescatarnos, notamos que habían dejado de existir los colectivos y no podíamos tomarnos alguno que mínimamente nos acercara algo.

Me estoy olvidando de mencionarles que salíamos de ver una película de terror y de hablar de boludeces paranormales en un café durante dos horas. Digo boludeces en mi intento de menospreciarlas, pero en realidad hago referencia a esas historias que te dejan con cara de petero. Cito un ejemplo: "Escuchate esta... Había una ruta en el Paraguay en el que murió un tenista atropellado, y cuenta la leyenda que en una oportunidad un hombre conducía por ahí, y onda que de la nada, se rompieron los vidrios de su auto al mismo tiempo. Se asustó tanto que perdió el control del auto y chocó. Cuando miró al asiento de atrás, había una raqueta de tenis con la insignia del hombre que murió". Como esas, cuarenta nos contamos. Y ahora preferíamos estar en una casa endemoniada pero con cama y calefacción. Cuestión que debimos volver a la parada con un sueño potenciado, con rostros malhumorados y con una promesa: No ser como esos individuos bien de capital que insultan a mansalva.

Una mujer apareció en la parada, y si bien no cruzamos ninguna palabra con ella, nos transmitió algo de paz. Ya no estábamos solos y compartíamos el miedo con alguien más. Pero si tengo que sincerarme al extremis, no generaba la suficiente confianza porque, (y voy a decirlo aunque suene terrible), no era alguien violable. Digamos que la única forma que existía de que los hombres le toquen bocina es si consigue trabajo en un peaje. Cuando dos muchachos se acercaron a hablarnos, arribó el 124, colectivo que se tomó la mujer dejándonos solos como una suerte de karma. Las piernas nos temblaban. No sé si por el miedo, por el frío o por ambas cosas. Nos preguntaron textualmente si teníamos "fafafa". Y he aquí algo gracioso: Nos disculpamos por no tener. Entendimos que quizás nos pidieron porque en mi frente yacía un algodón pegado con cinta scotch de un golpe que me había dado por la tarde, y además tenía encima una capucha negra con la que no intentaba hacerme el malo sino cubrirme del viento.

Cinco de la madrugada ahora. Y unos minutos más. Un hombre camina recto hacia nosotros. Podemos ver que "viste" algo reluciente en la mano, algo que parece ser cortante. Como un acto de magia aparece el colectivo y nos subimos a los empujones entonando la primera vocal. Ya a salvos y traspirados como indígenas, el colectivero nos recibió con Cristian Castro al mango, y sacamos nuestros boletos con las tarjetas correspondientes, pero aún así no pudimos dirigirnos hacia el fondo. Teníamos delante de nuestro camino a una anciana de una parada anterior depositando monedas con la misma concentración con la que un especialista en armamento biológico desconecta una bomba. Sólo nos quedaron disponibles los asientos de adelante, los cuales tuvimos que obsequiar cinco minutos luego cuando se subió una embarazada con contracciones acompañada del rata de su marido que no se dignó a pagar un taxi. Esperando asiento, mientras observábamos mover los labios a un muchacho con la mochila de Tan Bionica, fue que comprendimos que existen cosas peores de las que quejarse. Y nos distendimos.
Al llegar a mi casa, la temperatura no parecía tan friolenta y el sueño había desaparecido. De todas formas, me arrojé en la cama, me tapé hasta el cuello y me adentré en lo oscuro de mis ojos para lograr dormirme. Lo que desconocía es que apenas a las dos horas me despertarían para ir a votar, y fue allí cuando rompí la promesa. "La puta madre..." exclamé, mientras me refregaba la verga. Y el karma, como siempre, tuvo su efecto. Ganó Michetti.