Por Mr. Blue
Quienes vivimos en Capital, la mayoría,
vivimos a mil por hora, inmersos en quejas y prejuzgaciones, y muchas de ellas
se potencian en los medios de transporte. Dicho de una manera simple, nos gusta
insultar. Insultamos a las viejas que tardan su edad en meter las monedas en la
expendedora de boletos, al colectivero por quebrar su ley y poner música latina
a un volumen denigrante, a la embarazada que se subió dos minutos después de
que nos sentáramos, al dormilón desagradable que te tatúa su baba en el hombro,
al quejoso promedio que uffea durante todo el viaje porque no salió más temprano
que de costumbre, al joven molesto de mochila carrito que mientras espera por
su asiento comenta lo que (no) hizo en clase, a los adolescentes que miran
maduras por la ventana con el pito parado y haciendo mímica de temas de Tan
Bionica como si estuvieran tarareando algo de Megadeth, etc.
Bueno, el sábado, o mejor digamos, el
domingo a la madrugada, a ese circo de colectivo que tanto detesto, pasé a
extrañarlo. Me encontraba de pie junto a Mrs. Pink en una cuadra peligrosa a un
horario peligroso en un día peligroso, como es el electoral. Mientas bailábamos
en la parada intentando disimular nuestro miedo a morir, las grados descendían
hasta la B Metropolitana. Y nos cuestionábamos el juzgar.
- Mirá, allá a lo lejos se ve alguien raro
- ¿Por qué raro? ¿Le falta una pierna?
- Dije raro, no deforme
- ¿Y no puede caminar por esta zona a las cuatro de la madrugada?
- NO. No puede. Caminemos en otra dirección.
Luego de alejarnos cinco cuadras de una persona que ni siquiera logramos visualizar, y que bien podía haber sido un superheroe que venía a rescatarnos, notamos que habían dejado de existir los colectivos y no podíamos tomarnos alguno que mínimamente nos acercara algo.
- Mirá, allá a lo lejos se ve alguien raro
- ¿Por qué raro? ¿Le falta una pierna?
- Dije raro, no deforme
- ¿Y no puede caminar por esta zona a las cuatro de la madrugada?
- NO. No puede. Caminemos en otra dirección.
Luego de alejarnos cinco cuadras de una persona que ni siquiera logramos visualizar, y que bien podía haber sido un superheroe que venía a rescatarnos, notamos que habían dejado de existir los colectivos y no podíamos tomarnos alguno que mínimamente nos acercara algo.
Me estoy olvidando de mencionarles que
salíamos de ver una película de terror y de hablar de boludeces paranormales en
un café durante dos horas. Digo boludeces en mi intento de menospreciarlas,
pero en realidad hago referencia a esas historias que te dejan con cara de
petero. Cito un ejemplo: "Escuchate esta... Había una ruta en el Paraguay
en el que murió un tenista atropellado, y cuenta la leyenda que en una
oportunidad un hombre conducía por ahí, y onda que de la nada, se rompieron los
vidrios de su auto al mismo tiempo. Se asustó tanto que perdió el control del
auto y chocó. Cuando miró al asiento de atrás, había una raqueta de tenis con
la insignia del hombre que murió". Como esas, cuarenta nos contamos. Y
ahora preferíamos estar en una casa endemoniada pero con cama y calefacción.
Cuestión que debimos volver a la parada con un sueño potenciado, con rostros
malhumorados y con una promesa: No ser como esos individuos bien de capital que
insultan a mansalva.
Una mujer apareció en la parada, y si
bien no cruzamos ninguna palabra con ella, nos transmitió algo de paz. Ya no
estábamos solos y compartíamos el miedo con alguien más. Pero si tengo que
sincerarme al extremis, no generaba la suficiente confianza porque, (y voy a
decirlo aunque suene terrible), no era alguien violable. Digamos que la única
forma que existía de que los hombres le toquen bocina es si consigue trabajo en
un peaje. Cuando dos muchachos se acercaron a hablarnos, arribó el 124,
colectivo que se tomó la mujer dejándonos solos como una suerte de karma.
Las piernas nos temblaban. No sé si por el miedo, por el frío o por ambas
cosas. Nos preguntaron textualmente si teníamos "fafafa". Y he aquí
algo gracioso: Nos disculpamos por no tener. Entendimos que quizás nos pidieron
porque en mi frente yacía un algodón pegado con cinta scotch de un golpe que me había
dado por la tarde, y además tenía encima una capucha negra con la que no
intentaba hacerme el malo sino cubrirme del viento.
Cinco de la madrugada ahora. Y unos
minutos más. Un hombre camina recto hacia nosotros. Podemos ver que
"viste" algo reluciente en la mano, algo que parece ser cortante.
Como un acto de magia aparece el colectivo y nos subimos a los empujones
entonando la primera vocal. Ya a salvos y traspirados como indígenas, el colectivero nos
recibió con Cristian Castro al mango, y sacamos nuestros boletos con las
tarjetas correspondientes, pero aún así no pudimos dirigirnos hacia el fondo.
Teníamos delante de nuestro camino a una anciana de una parada anterior
depositando monedas con la misma concentración con la que un especialista en
armamento biológico desconecta una bomba. Sólo nos quedaron disponibles los
asientos de adelante, los cuales tuvimos que obsequiar cinco minutos luego
cuando se subió una embarazada con contracciones acompañada del rata de su
marido que no se dignó a pagar un taxi. Esperando asiento, mientras
observábamos mover los labios a un muchacho con la mochila de Tan Bionica, fue
que comprendimos que existen cosas peores de las que quejarse. Y nos
distendimos.
Al llegar a mi casa, la temperatura no
parecía tan friolenta y el sueño había desaparecido. De todas formas, me arrojé
en la cama, me tapé hasta el cuello y me adentré en lo oscuro de mis ojos para
lograr dormirme. Lo que desconocía es que apenas a las dos horas me
despertarían para ir a votar, y fue allí cuando rompí la promesa. "La puta
madre..." exclamé, mientras me refregaba la verga. Y el karma, como
siempre, tuvo su efecto. Ganó Michetti.