Por
Mr. Blue
Mi memoria
es un bajón. Es más bajón que aquel programa choto que conducía Chiche Gelbung
y llevaba ese nombre. Si hoy me preguntás cuánto mido o cuánto peso, no sabría
contestarte. Y lo peor es que no es una respuesta que pueda buscar en Google.
Me olvido de
la edad que tengo. Cuando comienza el año, asumo que tengo la edad que voy a
cumplir, y llegada de la fecha de mi cumpleaños me confundo. Me pregunto en
solitario: "¿Cuántos años voy a cumplir? ¿Un año más del que asumo que
tengo o es en realidad esta edad que ya digo que tengo desde meses
anteriores?". Porque mientras a algunos les asusta en el futuro decir
mucho la palabra "coso", a mí me asusta no acordarme de mi nombre. No
recuerdo las edades de mis familiares, ni las fechas de sus cumpleaños, y hasta
se me dificulta acordarme de las fechas patrias. El día que me hackeron el
mail, me volví John Waters para intentar recuperarlo, ya que me envíaban un
mail de restablecimiento de cuenta a un correo antiguo del cuál no recordaba la
contraseña. Eso nos sucede a todos, ¿no? Aunque no sé si todos siempre usan las
mismas contraseñas para todo.
Soy de
contar anécdotas varias veces. A una misma persona. Y no me doy cuenta. Me
olvido que ya las conté. A veces son amables y me detienen. "Ya la
contaste, Mr. Blue". Quedo un metro en offside y me entristece no recordar
cuándo fue. En otras oportunidades, como me ven atando hechos pasados con
palabras en forma emocionada, me dejan seguir hablando pero resulta más
descolorido. Puedo ver que sus caras no dibujan ni una mueca de gracia y miran
a los costados como esperando que termine de una vez. Claro, por más
fontanarrosesca que sea mi historia, los remates no funcionan cuatro veces.
Pero me veo
obligado a divulgar que los hechos más vergonzosos de mi vida, aquellos por los
que mataría apretar ctrl+alt+supr, jamás mi memoria se los olvida. Para
desgracia mía, siempre están ahí. Cada kiosko con bolones que me cruzo me
recuerda a cuando era ñato y me tragué un bolón. Estuve horas pensando que era
el último día de mi vida. Cada relojería a la que ingreso me genera
reminiscencias a aquella apuesta perdida que me obligó a entrar a preguntarle
la hora al empleado de turno, recibiendo una insólita caterva de insultos que
aún no figuran en los diccionarios. Cuando veo puestos con descuentos en
calzas, me adentro una vez más en la época primaria cuando debí usar esa
vestimenta en un acto escolar para personificar a San Martín. Y nobleza obliga,
la cantidad de verguenza que tuve es la misma cantidad de comodidad que sentí.
También
registro datos insignificantes, de esos que aportan en una charla pero no lo
demasiado como para ser destacados. Nombres de actores desconocidos, de
jugadores de fútbol fracasados, de tenistas que ya son abuelos, y
principalmente, de curiosidades bobas que te pueden llevar a la muerte como
"No podés detener un estornudo porque te morís", "No podés
mezclar cola con Menthos porque te morís", y "No podés tomar veneno
porque te morís". Recibo correcciones constantes cada vez que menciono
alguna de estas máximas, y con el correr de los días las voy censurando porque
entiendo que no soy lo suficientemente inteligente para hacerme el Dr. House, y
callar me hace parecer menos pelotudo.
Mi memoria
es engañosa. Me teje telarañas con una frecuencia inacostumbrable. Me duerme en
el piso. Me hace convencer de que estoy listo para un parcial, y durante el
mismo me suelta la mano. Me viola en los noticieros pero desaparece en las
discusiones. Me cansa que me canse tanto. Me falla que me falle tanto. Veré
mañana si me acuerdo que le dediqué un escrito y que la hice responsable de
todas esas falencias propias de las cuales no me quiero hacer cargo.
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